Un
joven misionero había decidido visitar al jefe de una aldea africana muy
opuesta al cristianismo. Al acercarse a su cabaña, oyó grandes gritos:
–¿Es
culpa mía si la máquina ya no funciona?
–Sí, es tu culpa. La dañaste a propósito para no seguir haciendo camisas, que son nuestro sustento.
–Pues, ¡arréglala tú! Llegar en medio de una riña conyugal no es el mejor
momento. Pero nuestro amigo anunció su llegada tocando las palmas.
–Es el misionero.
–No quiero que ponga un pie aquí.
–Si me lo permite, dijo el indeseado visitante, puedo tratar de arreglar su
máquina de coser. Lo dejaron entrar y el joven se puso manos a la obra.
Desmontó la máquina, la limpió y luego la volvió a montar bajo la mirada
desconfiada de sus dueños. Y la máquina funcionó de nuevo.
–¿Quién te envió aquí?, dijo el jefe.
–Dios. Soy su mensajero. Si me lo permite, le contaré algo mucho más grande que
hizo por usted: el gran Dios del cielo dio a su Hijo para salvarle.
La llegada de ese reparador enviado del cielo intrigó al jefe. Al principio
escuchó la buena nueva del Evangelio por curiosidad. Y ese mismo día reunió a
todos los habitantes de la aldea para que escuchasen al joven misionero hablar
de Jesús, el enviado de Dios, el Salvador.
"Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden
todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los
días, hasta el fin del mundo. Amén". Mateo 28:19,20.
Bendiciones en Cristo!
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